miércoles, 22 de junio de 2011

... bésame ya, anda- dije al borde del grito.

En realidad no hace mucho que me despedí de él. El problema es que le encanta desaparecer, hacer las maletas y guardar hasta su sombra en ellas. A veces tengo la sensación de que me vigila en las esquinas y, si noto su mirada en la columna y me giro a buscar los ojos que me recorren de extremo a extremo la espalda, sé que se queda agazapada detrás de una farola, conteniendo la risa. También sé que si viene para intentar sorprenderme yo no diré nada, le reiré la broma y volveré a convertirme en taquicardia durante los segundos en los que me vea reflejada detrás de sus pestañas. Me gustaría poder pedirle cualquier cosa, que no desapareciera, que me sorprenda en la misma calle cada día, y no puedo porque él prefiere dejar de existir temporalmente. Una vez me dijo que sufría de problemas gravitacionales. Volaba sin quererlo, atravesaba los kilómetros de nube en nube sin proponérselo y yo como una idiota rastreaba las estelas de los aviones para dar con algunas de sus huellas. Así calculaba yo los minutos perdidos. Y esto él no lo sabe. Y odio tener que ser yo quien espere por nada. Él es la adrenalina de alguna de mis madrugadas, ironía de los ojos entrecerrados, alegría de las líneas rectas en la que se rompen los labios de las personas color celeste y aventura de los cuerpos recostados ahora sí ahora también sobre un sofá. Y aunque sólo sea el pestañeo efímero que revuelve al inmóvil yo quisiera convertirla en rutina. Por ese mismo motivo el otro día lo esperé en lo alto de las escaleras. No me esperaba e intentó retroceder.

-Quieto, sólo dime qué haces- dije interrumpiendo sus pasos.
-Estaba andando hacia ninguna parte. Tú me has frenado y en poco empezaré a andar hacia ti.
Me miró y yo retiré la mirada.
-Bésame ya, anda- dije al borde del grito.
Y él dio un paso hacia delante.

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